Jorge Othón Gómez-Martínez
«Como te ves, me vi.
Como me ves, te verás.»
Dicho popular
Como se bajan las escaleras de un apartamento a las tres de la madrugada, con suma delicadeza, así Eugenio se metió en su cabeza. No fue cosa fácil, si hemos de ser sinceros, pero tampoco complicada. Digamos que Rosa llegó desarmada; sin caballero. Sí, está bien, todos la vieron llegar maniatada de Rubén, no obstante –¡Hombre!– todos conocen a Rubén: era la mano más sudada y más solicitada. Ahí el amor era transitoriedad. Quien caía, eventualmente se evaporaba. Y se sabía. Así, pues, dentro de un ritual ya repetido, conocimos a la bella Rosa. Breve intimidad que te permite una mirada y un saludo parco.
La noche es tan larga como se quiere, escuché decir a un narco en un antro de la capital. ¿Qué cómo supe que era narco? Fácil: me lo dijo sin vergüenza. Y podría jurar que lo sabía desde antes: observé en sus ojos años de lobreguez. La noche no terminaba; en sus ojeras advertí la vida que te provoca mantenerte a salvo sumando muertes humanas. Una oda clara al mundo animal. Y eso, me cuentan, se ve por doquier.
Rosa, sin embargo, era bella. Como la otra cara de la noche. Callada. Seria y elegante. De su boca no salía más que lo esencial: bello acomodo de respuestas prefabricadas. Tampoco nosotros manipulábamos el intelecto como se debiera, pero hacíamos nuestro intento. Rosa respondía, lozana, cualquier pregunta directa. Entre amigos, ya saben, es tradición joder a los nuevos, y ella, a pesar de su nata belleza y cuerpo de Venus, no podía ser la excepción. La molestamos, recuerdo, como si fuera cualquier maniquí. Nos hicimos amigos después, claro. Pero aquí importa Eugenio, no mi relación con la querida Rosa.
Eugenio era un hombre sombrío: como la oscuridad en el cutis del narcotráfico, ese Sísifo que sostiene los ojos. No supimos por varios años a qué dedicaba sus días. Siempre que se le preguntaba, evadía. Escuchábamos por voces forasteras –pues sí, hay que mencionarlo, Eugenio era raro mas popular– que cambiaba constantemente de carrera. Buscaba la belleza, como posible artista. Y al parecer no la había encontrado en los tecnicismos, ni en la matemática, ni en el capitalismo. Estaba en búsqueda constante –apasionado, cosa que yo respetaba–, sin conseguir asir su propósito. En su momento podría apostar que, ingenuo, buscaba ciegamente como infante que sabe que crecerá. Con una fe ciega en su sentir, con una fe de aquellas que ya no se confeccionan. Así hablaba Eugenio, y así, para una bailarina como Rosa, la prosa se convertía en convivencia jamás vivida.
Rubén no es totalmente lo que se piensa hasta ahora. Carajo, no puedo pensar en persona más risueña. También, carismática. Portaba un carácter envidiable. Se ganaba, formulando gestos felices y vagos, a todo mundo. Era risa y diversión, como reza algún dicho infantil. Infantil como teóricamente debe ser la vida. Sus hoyuelos revivían hasta al más fúnebre de los funerales. Rubén era un bailarín, no de escenario, pero de la vida. Y en el segundo día de conocer a Rosa, cuando la llevó a esa carne asada en casa de José Luis, buscaba seguir bailando con ella.
La cosa resultó así, aviesa como el destino. Él se sentía seguro, enmendado por su pasado. Las risas fueron cosa de cada viernes, de cada broma. Él se ganó al público, pero Eugenio sutilmente se ganó la atención de Rosa. Hay un punto donde la ganalura pierde su poder de competencia –donde, digamos, la estética no basta–, y sobrecoge la intangible y misteriosa afinidad de dos extraños compatibles. Baile y letras se conjugaban, sin conocerse, en una ilusión de más días. Días, forzando la retórica, de pura ilusión. Rosa y Eugenio compaginaron, una vez que Rubén se levantó por otro trago y ellos dos tuvieron la oportunidad de conocerse, fácilmente como la facilidad de lo siguiente. No obstante, aquí, se sentía como si no hubiera posibilidad de perder. Se leyeron y la historia se acabó, en realidad. Rubén regreso, se sentó al lado de Rosa y río, sin embargo todos sabían, quizá por natural incertidumbre, que la bailarina no atendería de vuelta a las bromas jocosas de Rubén. Ahí tomó protagonismo Eugenio. Y, hasta el día de hoy, en su aniversario 50, me atrevo a decir que jamás lo perderá.
La noche fue larga, si me permiten terminar la historia. El reloj, bello símbolo, continúo su camino: todos platicamos y reímos respetando el esquema de reunión dominical. Entre nosotros nos tratábamos como hermanos, cuando se podía. Ahora que cada quien se ha dedicado a la familia y al trabajo –cosa honorable, claro–, las reuniones han disminuido. Pero vaya, aun así recordamos con gusto aquella vez que Rosa se despidió de Eugenio, después de intercambiar vidas con escasas palabras, y olvidando momentáneamente que había llegado con Rubén, lo besó diciendo entre labios “otra vez”. No hubo entre ellos pláticas incómodas o inacción temerosa que impidieran lo inevitable: el enamoramiento.
Enhorabuena. ¡Salud!